¿HAS PERDIDO TUS DETALLES?

JP

REFLEXIONES

Jamás en la historia de la humanidad la gente había vivido tanto tiempo metidos en sus casas. En ese confinamiento solitario y sombrío, para muchos se les abrió una nueva puerta, la puerta a sí mismos.

LA SOLEDAD PARA REENCONTRARNOS Y SU VINCULACIÓN CON DAVID CASPAR FRIEDRICH

En la noche, cuando nadie ve, ninguno duda de que no vaya a volver a hacerlo, porque el sol siempre sale. Incluso cuando no vemos nada más que sombras, debemos de recordar que si lo hacemos, es porque hay una luz que las proyecta.

En este mes nos vemos ante el mar de niebla de nuestro salón. Estamos más solos que nunca. Hay mucha gente que vive sin nadie, y hay gente que está descubriendo que no lo hacía. Estamos en conexión con nosotros mismos como nunca lo habíamos estado. Nuestro ser y el todo. Solos. Y aquí, sin huir a mundos melancólicos, sin estímulos constantes, ha brotado algo. Del abandono del mundanal ruido de la rutina, ha brotado la esperanza. La esperanza en querer ser. Una voluntad que da sentido a nuestra existencia. Estos días, deseamos ser versiones mejores de nosotros mismos. Queremos ser pintores, alguien que sabe un idioma nuevo, una persona en forma, un experto en un videojuego…

En estos días he vuelto a mi casa, y también a mí mismo. Más que nunca, me siento como ese solitario Rückenfigur de los cuadros de Friedrich. Volviendo a ella, vuelvo a mi infancia. Veo peluches desgastados, libros acumulados, montones de dibujos que representaban lo que veían mis ojos de niño, juguetes que momentáneamente han dejado de estar en un cajón…  Es aquí, en esta sensación como la de ir a un desván, donde veo un mundo antiguo, las ruinas góticas de mi existencia.

Y me sobrecoge. Como el único paisaje que puedo observar más allá de estos muros: mi patio de vecinos. Lo observo cuando todos aplauden. Y es en este momento cuando por mi mente no dejan de llover, como si de pinchazos se tratasen, pequeñas ideas. Pequeñas impresiones de realidad que de algún modo veía velada. Me fijo en las naranjas aplastadas en el suelo que ayer se le cayeron a mi madre; en cómo mi vecina sólo asoma el hocico como un perro semihundido por miedo al contagio; en cómo la vida se abre paso entre colillas; en cómo la hierba crece como el cabello sin peluquero; en las ruinas de un antiguo hogar que ya ha sido olvidado; y sobre todo, en ese gran peral. En ese roble majestuoso de otro mundo, que como las ruinas, ha sido testigo del paso del tiempo en mi patio, como si se tratase del guardián de los vecinos. Un vigía que sigue sin acostumbrarse al estruendo de las ocho, el de una majestuosa plaza que por fin tiene un espectáculo que celebrar. Gracias a ellos, soy consciente de la sublimidad de lo mundano. Quizás lo que David Caspar buscaba en esos recónditos lugares, era esto. Podemos conectar con la naturaleza sin estar en uno de esos románticos paisajes. Porque al fin y al cabo, la sublimidad es subjetiva y la alcanzamos con lo que nos sobrecoge, y qué nos sobrecoge más que nuestros propios pensamientos.

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